Ana recorrió España de pueblo en pueblo, se enamoró de Galicia y se quedó: «Nunca había estado en un lugar con tantas fiestas, esta tierra crea espacios de felicidad»

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Ana y su perro, Lagun.
Ana y su perro, Lagun. cedida

A los 40, vendió su casa y su coche, y fue enlazando proyectos profesionales por distintos países. Lleva 32 en la mochila. Y de Ponte Caldelas no se marcha, porque no es capaz...

02 abr 2024 . Actualizado a las 09:29 h.

Cuando el covid paralizó todas las ciudades de España, Ana vivía en un pueblecito de la sierra madrileña. Esta aventurera de Alcalá de Henares, que lleva 32 países en la maleta, pasó «un montón de años viajando por el mundo» y, a su regreso a España, se asentó un tiempo en el valle de Lozoya. En el 2013, tomó la decisión de comprometerse con un estilo de vida: vivir viajando «despacito». Así pasó «unos cinco o seis años», enlazando proyectos profesionales. Estuvo en una ecoaldea en la isla de Vancouver, en Nueva Zelanda construyó cabañas en un proyecto para viajeros, en Nepal trabajó en orfanatos, en Suecia con personas con necesidades especiales y, entre otras cosas, en una granja de perros de Tasmania.

Un día lo vendió «todo» en Madrid, despegó los pies del suelo y comprobó sobre el terreno el impacto que tiene el turismo de masas. Se volcó entonces en potenciar un turismo responsable y sostenible. «Empecé a cuestionar cómo viajábamos y qué impacto tenía», dice. Y esto la llevó a ver que «muchos de nuestros problemas son sistémicos», algo que conecta con el trabajo en remoto que desempeña hoy como co-coordinadora de WeAll (Wellbeing Economy Alliance), una red que trabaja a nivel mundial para girar hacia una economía del bienestar.

Ana, especialmente enfocada en la creación y desarrollo de Hubs (centros para la convergencia de emprendedores) locales, vivió tres años en una autocaravana de pueblo en pueblo auscultando la España vacía. «Tras pasar el covid, pensé: ‘Es momento de comprarme una autocaravana’. Trabajaba en remoto, tenía independencia y un gran compañero perruno, Lagun, para mis aventuras. Empecé a ir de pueblo en pueblo viendo qué hacía cada zona para luchar contra la despoblación», resume la nómada que apagó el motor de su casa rodante al llegar a Ponte Caldelas. Se enamoró de esto y se quedó.

Fue llegar a Anceu y echar raíces al conocer la aldea durante una breve estancia en el coliving de la aldea, un concepto, el de vivienda colaborativa, que había conocido ya en Vancouver.

Hay dos Anas: «La que quiere ir de pueblo en pueblo, y otra Ana, la que siente que debe echar raíces, porque sabe que el arraigo es importante para tener vínculos y hacer cosas a largo plazo». Cuando llevaba un año viviendo en la autocaravana, «le dije a mi perrete: ‘Este es el momento de irnos a una comunidad’. Como viajaba con perro, y en este país estamos limitados en las cosas que podemos y no podemos hacer, busqué un coliving dogfriendly y llegué a Anceu...», detalla. «Llegué para mes y medio y nunca me fui, no fui capaz». Sí ha ido a Alcalá de Henares a visitar a sus padres por Navidades. Como ha bajado a Portugal y se ha movido a Alicante porque su perro se puso enfermo y le recomendaron el Mediterráneo para ver «si su problema respiratorio se arreglaba». Pero, desde que llegó a Ponte Caldelas, siente que hay cosas que «solo pasan en Galicia». «Puedo estar meses fuera, pero quiero quedarme. Aquí pasan cosas muy bonitas, hay unas actividades de impacto en las que te puedes involucrar trabajando con la gente local», argumenta.

Mientras vive de alquiler, busca ya para comprar, y eso la enfrenta a una de «las problemáticas de las zonas rurales. Hay mucho que comprar, pero también hay mucha gente que no quiere vender». A ello se añaden «las circunstancias personales, financieras, que puede tener cada uno». En el municipio pontevedrés que la enamoró «te vas enterando de si se venden o alquilan casas cuando la gente te conoce». «A mí me alquilan la casa en la que vivo porque me conocen. Son esas cosas que tienes que saber de las zonas rurales. Funcionan de una forma diferente, lo que no quiere decir que sea buena o mala. Es, sencillamente, diferente a la ciudad», apunta.

¿Cuáles son las principales diferencias entre pueblo o aldea y una ciudad? «Los dos grandes problemas de las zonas rurales son el alojamiento y el trabajo. En cuanto al alojamiento, tienes opciones, porque hay casas que son segundas residencias que se utilizan nada más que una semana o dos al año, pero la gente tiene mucho miedo a meter a extraños. Y en las zonas rurales, ese temor se intensifica». En las ciudades hay mucho más movimiento, itinerancia. «En pueblos y aldeas necesitan crear confianza, y eso requiere que estés aquí —cuenta Ana—. Que es la Festa da Troita, a la trucha. Estás ahí, y estás bailando, y cuando te pones a buscar la gente te empieza a ofrecer... En la ciudad, la vida es más impersonal. Tiene otros ritmos, pero para lo bueno y lo malo...». ¿Qué es lo malo de vivir en una aldea? «La dificultad para encajar en un principio». 

Empezar a los 40

¿Quién dijo crisis de los 40? Para ella, «la edad es solo un número». «Yo a los 40 dejé mi casa y mi coche, y empecé a vivir viajando», resume quien hoy apunta a una estabilidad. Si otros ponen el piloto automático superada la treintena, Ana optó por moverse más. «Creo que debes ser fiel a ti mismo, a tus ganas de hacer, de aprender. Yo siempre fui culo de mal asiento, desde muy pequeñita», admite. Con 18 ya se fue de au pair a Dublín, «¡cuando no se iba nadie!». «A mí lo que me ha mantenido más viva ha sido el encontrarme en situaciones diferentes».

El revés de ese modo de vida nómada es la renuncia. «Claro que renuncias a cosas. Cuando la gente idealiza lo de vivir viajando y la vida nómada, o piensa que es la solución para todo, digo: ‘Ponte a viajar’. Me pongo mala con el romanticismo que envuelve la idea. A mí me hace feliz, pero cuando te pones enfermo o te sientes solo, o tienes que decirle adiós a un lugar porque existe algo llamado visado que no te permite quedarte aunque estés en un proyecto maravilloso o tengas una relación con alguien... es duro. Hay muchos momentos duros, que al estar solo se intensifican muchísimo. Yo echo de menos a mis padres todos los días y me estoy perdiendo ver cómo crecen mis sobrinos», lamenta. «Renuncias a muchas cosas».

En Nueva Zelanda tuvo una relación que la dejó con el «corazón roto». «Y cogí los aviones que tuve que coger para volver a España, porque necesitaba el cariño del hogar y de los amigos. Pero otras muchas veces eso no lo pude hacer. Te pones mala en Camboya y debes tomar decisiones estando enferma. Pero luego también te encuentras proyectos que son maravillosos. Solo que tienes que tener la madurez para ver cómo es vivir así. Si estás tres meses conviviendo con niños en un orfanato, te los querrías llevar a todos... El momento de la separación es terrible. Y marcharte no quiere decir querer menos», piensa.

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A sus 51 años, Ana sigue «teniendo problemas con el desapego». Hasta vender su autocaravana le provoca un dolor («por todo lo vivido con ella»), dice. Pero Galicia tiene algo... «Nunca había estado en un lugar con tantas fiestas, y esto es crear comunidad —concluye—. Todo el mundo va. Eso no lo he visto en otros lugares de forma tan fuerte como en Galicia. Esta tierra crea espacios de felicidad. ¿Cómo? Poniendo en valor las cosas importantes, sus tradiciones, consiguiendo que la gente se reúna, y logrando que sea feliz, porque comiendo, cantando y bailando la gente es feliz».