85 años de «Lo que el viento se llevó», la genialidad culpable de una obra juzgada

Carlos Portolés
Carlos Portolés REDACCIÓN / LA VOZ

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Clásico... ¿Inmortal? Es innegable la maestría cinematográfica de la cinta, pero la revisión de su discurso prosudista ha llevado a algunos a repudiarla. Hay, sin embargo, muchísimo que rescatar en esta genial epopeya trágica, que es más grande que la propia vida

26 mar 2024 . Actualizado a las 11:34 h.

Suena la música, entre lo aterciopelado y lo épico, mientras la cámara asciende a los cielos abriendo el plano y pintando un cuadro que, de haber estado hecho con pincel en vez de con carne viva, estaría colgado en la pared de algún museo requetefino y estupendo. Miles de soldados malheridos yacen en una enorme explanada arenosa lamentándose de sus muchas magulladuras. El gris de sus uniformes contrasta con el marrón pálido de la tierra seca. Ondea desde las alturas la bandera de combate de la Confederación. Lo que se nos está enseñando no es otra cosa que el amargor del vencido. Que es distinto pero igual para todos los derrotados que fueron y para todos los que serán.

Lo que el viento se llevó tiene 85 años. Si fuera una persona, estaría más que acostumbrada a la vida en jubilación. Se estrenó en 1939, en un mundo que estaba al borde del abismo por culpa de un señor con bigotito —no Charles Chaplin, el otro—. Era la vida muy distinta entonces. A todas luces peor para cualquiera que no hubiera tenido la fortuna de nacer en una familia de piel muy pero que muy pálida y chequera muy pero que muy gorda. Algunos han querido aprovechar este hecho consumado para colarnos una enmienda a la totalidad. Pero hacerse el estupendillo porque una obra sea hija de su tiempo es una cosa tan tontorrona como soplar contra un molino y esperar que se muevan las aspas.

Muchos aspectos pueden ensombrecer el perfectamente proporcionado conjunto si no se calza uno la armadura de la comprensión. La novela homónima en la que se basa el filme ya era portadora de un pecado original. La autora, Margaret Mitchell, una mujer de Georgia, avanzada para su época en algunos frentes, era, sin embargo, una irredenta defensora de la tradición sureña. Una tradición que, hay que señalarlo, tiene la marca viscosa e imborrable de la esclavitud. Está esta óptica muy presente también en la cinta. Con personajes afroamericanos que parecen seguir, punto por punto, el manual del buen esclavo. Del cautivo alegre. De gente subliminalmente infeliz rellena hasta la coronilla de síndrome de Estocolmo.

Pero si se busca el perfil bueno —y vaya si lo tiene— se dibujan brillantes los colores vivos del melodrama clásico. De una forma extinta y distinta de hacer las cosas. Con atardeceres technicolor rasgados por las siluetas de gente que sufre y pone a Dios por testigo. Es este mamut de cuatro horazas, por encima de todo, un recital de una Vivian Leigh que nunca estuvo tan radiante, tan inspirada y tan llena de virtuosa luz. De hecho, adopta ella una postura tan magnética que casi se hace difícil valorar con justicia otros trabajos que, en realidad, son también como mínimo notables. El de Clark Gable, claro. Que sin ser un animal shakespeariano tenía, con sus orejas de soplillo y sus ojos de cínico, una revestidura de galán antiguo que se amoldaba perfectamente a las exigencias de su Rhett Butler.

Más sensible y frágil está el verdadero guapo de la película. El que levantaba suspiros de dama. Leslie Howard —a quien, por cierto, le quedaban menos de cuatro años de vida, pues nada más terminar el rodaje se enroló en las fuerzas aéreas, se fue impecablemente uniformado a combatir a Europa y acabó hundiéndose con su avión frente a la costa de Cedeira—. Tampoco se puede uno olvidar, porque hacerlo sería gravísima falta, de Olivia de Havilland, que es aquí el rostro de la pura bondad ingenua. Porque Lo que el viento se llevó, con sus cosillas y sus cosonas, es en el fondo un inmenso mural de humanidad pintado con todos los tonos de una paleta casi infinita. Más grande que la vida, como lo son todas las tragedias desgarradoras. Con personas mortales solo en apariencia que reciben de los cielos la injusta tarea de mantenerse erguidos en un lugar que muere.

Fascinantes son los muchos contrastes de Lo que el viento se llevó. Es, con sus segmentos tan nítidamente diferenciados, una película de películas. Una historia de historias. Del privilegio marmoleado de la plantación algodonera, con caballeros que cortejan a señoritas emperifolladas en los salones de sus mansiones familiares, se pasa con frenetismo al desgarro de la miseria. Aquellos que no habían conocido en vida sino la cuna mullida y la opulencia, son forzados de pronto a vivir en el barro. Brotan y se delinean entonces sus espíritus verdaderos. Es ante las fauces babeantes de Belcebú donde los valientes dormidos despiertan su desconocida fuerza. Y ninguna más valiente —sin ser por ello ni pizca de buena— que Escarlata O'Hara. Pues de un tirón se deshace del corsé y desciende al circo de las pasiones bajas guiada por la promesa de que ni ella ni los suyos volverían a pasar hambre.

Las vergüenzas ocultas

Cosa muy poco elegante fue lo que le hicieron a la pobre Hattie McDaniel, la actriz que alumbró a Mammy, el más cálido de los personajes de este cuento. Por méritos propios conquistó el Óscar a mejor actriz secundaria. Había, no obstante, un problema. Eran aquellos los Estados Unidos de la segregación racial. Ridículos como siempre —porque la ridiculez ni se crea ni se destruye, se transforma— los estirados habitantes del planeta Hollywood resolvieron que, por muy premiada que fuera, aquella mujer negra no podía acudir a la gala como invitada. Sí la dejaron, qué considerado aquel banco de besugos, subir fugazmente al escenario para recoger el galardón y dar austeramente las gracias. Bobadas de una sociedad oxidada que por las faltas propias acabó sucumbiendo a una tiniebla que a pulso se había ganado.

Podemos hoy, aun así, rescatar de los jirones pasados y pisados las perlas de brillantez, que son casi siempre patrimonio de la cultura. En la ciudad de Atlanta siendo devorada por el fuego, en la gallardía idiota y también algo admirable de los jóvenes jinetes, en las siete vidas de gato de unos hombres y mujeres resistentes que se niegan a ocupar la cripta antes de tiempo y en los suspiros amorosos (con o sin correspondencia), se encuentran todavía el rastro de la verdad y el rostro de la belleza.

Ochenta y cinco veces ha sido marzo desde la escalada de aquella cámara inmortal que recordábamos al inicio de estas líneas. Algo mágico debe esconder la estampa cuando, incluso en un presente deformado que es casi otro universo, se revuelve la entraña y se ponen de gallina las pieles mientras lo que un día fue un ejército de hombres animosos se transforma en un coro de chiquillos que piden el abrazo de la madre a la vez que exhalan los últimos alientos.