STEPHANIE LECOCQ / POOL | EFE

15 ene 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

La Grandeza en el Patio de Honores de Los Inválidos. La estatua de Bonaparte preside la ceremonia. Emmanuel Macron dirige, impoluto, erguido, corbata negra. Invernal día de radiante sol en París. La guardia porta los restos mortales de Jacques Delors cubiertos por la tricolor. La tropa presenta armas. Tras Macron, a un lado la familia del difunto. Al otro, altos dignatarios europeos: presidente de Alemania, presidente del Consejo Europeo, presidenta de la Comisión, presidente de Portugal y otros. Ningún español en primera fila. Ninguno.

Suenan los himnos. La Marsellesa y el nuestro, el más alegre, el de todos, compuesto por Beethoven?. Un himno guerrero frente a un himno de paz. Aquí queda todo resumido: integración por conquista frente a integración por consenso. La primera opción generó oceánicos baños de sangre, sufrimiento y dolor. La segunda, sin ser épica, alumbró un porvenir que solo gigantes como Kant supieron diseñar.

El discurso de Macron comienza recordando a los padres del finado. Él, mutilado de la Gran Guerra. Ella, sombrerera. Entonces, Macron introduce el consejo paterno al pequeño Jacques: Il faut réconcilier, debemos reconciliarnos. Reconciliar, algo marciano para los tribales y meridionales próceres transpirenaicos. Las palabras del padre me hicieron recordar las de Victor Hugo, hijo de un sanguinario general napoleónico, que operó en España bajo Pepe Botella, y cuya barbarie incluso pudo inspirar a Goya. Pese a ese cruel progenitor, su hijo sentenció en el parisino Congreso de la Paz de 1849: «La ley del mundo no es y no puede ser separada de la ley de Dios. Y la ley de Dios no es la guerra, es la paz». Tras lo cual proclamó la necesidad de construir una genuina fraternidad europea, unos Estados Unidos de Europa, una Unión.

Macron invitó a salir de la fila a los estadistas congregados en Los Inválidos. Todos se colocaron ante el féretro. Todos se fueron despidiendo, uno a uno, inclinando la cabeza ante el anciano fallecido, hijo del mutilado y de la sombrerera, discípulo cristiano de Emmanuel Mounier. El último, el más noble al saludar a Delors fue Marcelo Rebelo de Sousa. Él nos representó, como hijo de esta Iberia romanizada, donde pocos saben estar donde hay que estar.

Por fortuna, Macron sí se acordó de nosotros, de la vieja Hispania y de la Gallaecia, cuando aludió a los sueños de Delors como «la posibilidad de una Europa unida, la de Schengen, Erasmus, Maastricht, unida por valores comunes, desde Compostela hasta los Balcanes, desde el Atlántico hasta el Mar Negro. Y la fuerza para transformar la esperanza en historia».