Paula Ducay: «En Galicia es donde mejor escribo»

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Paula Ducay

Una de las «Punzadas», el pódcast literario del momento, publica novela. «La ternura» explora el gesto, la intimidad, que no se sabe nombrar

05 abr 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

En una casa ajena, ocre y parda, de un pueblo menudo de la costa italiana recala durante unos días de verano Naima, invitada por Marco, compañero de trabajo algo mayor que ella —lo bastante— con el que comparte una rara intimidad. No están solos: por el medio, la familia de él; su mujer, su hija pequeña y sus suegros. La voz de Paula Ducay (Santiago, 1996), que cada semana conduce junto a Inés García el popular pódcast literario Punzadas sonoras, adquiere ahora y aquí forma de delicadísimo relato que cuestiona las relaciones tal y como nos han sido dadas, patada a nuestra alfabetización sentimental. La ternura (Altamarea) es su primera novela, y qué novela. Qué pasa cuando determinados sentimientos aparecen con gente con la que no esperamos que aparezcan, qué sucede si no somos capaces de clasificar una relación. «Creo que es difícil estar seguros todo el rato de lo que sentimos, de dónde vienen nuestras emociones, de qué hacer con ellas», dice.

­—¿Qué es «La ternura»? ¿Y qué es la ternura para usted?

La ternura es una novela con la que buscaba explorar una serie de vínculos complejos y algo extraños; sobre todo, el que existe entre Naima, la protagonista, una chica joven, y Marco, un hombre más mayor. Ellos han trabado una amistad atravesada por el deseo y la atracción, y no saben muy bien qué hacer con ella. Creo que la ternura es un sentimiento ambiguo y quería ver qué sucede cuando aparece con personas con quien no te esperas que aparezca, cómo gestionamos eso, qué significa.

­—¿Cree que el carácter gallego se refleja en su escritura?

—Quizás hay un tópico que sí se cumple en esta novela, que es la indecisión de la protagonista y las dudas acerca de sus propios sentimientos. Lo que sí tengo claro es que lo que podríamos llamar mi «imaginario gallego» se cuela todo el rato en lo que estoy escribiendo, independientemente de dónde esté situada la acción. En esta novela, que sucede en un pueblo italiano cerca del mar, aparecen fanecas, por ejemplo, que es algo que asocio mucho a mis veranos infantiles en las playas gallegas. Galicia ha sido crucial para mi desarrollo como escritora porque allí es donde mejor escribo. No sé por qué, pero en cuanto pongo un pie en casa de mi abuela, en Vigo, me entran ganas y disciplina para escribir. Gran parte de La ternura la escribí allí.

­—Nos hemos acostumbrado a ponerle etiquetas a las relaciones. ¿Qué sucede cuando, como decía, entablamos un vínculo que no encaja en ninguna categoría?

—Que aparece la duda. Me interesaba mucho pensar en esas relaciones para las que no tenemos nombre. A veces parece que, si no podemos nombrar algo, ese algo no existe. Y, así, vamos clasificando el mundo, porque en parte es lo que nos ayuda a navegarlo, y a veces sucede que te cruzas con gente que rompe esos esquemas. Pueden ser personas que se cruzan en tu vida de manera fugaz, pero que pueden dejar mucha huella, que pueden ser importantes aunque ni tú misma sepas clasificarlas ni encajarlas en tu esquema vital. Creo que es complicado mantener ese tipo de relaciones porque ni tú las entiendes ni los demás las entienden, pero ese no es motivo para dejarlas de lado; quiero pensar que somos lo suficientemente inteligentes como para aprender a navegar esos afectos.

­—¿Dejan más huella las relaciones que fueron o las que nunca llegan a ser?

—Depende. Es evidente que las que fueron pueden dejarnos mucha huella, para bien o para mal, pero lo curioso de las que nunca llegan a ser es que también pueden ser muy dolorosas, o pueden descubrirnos cosas de nosotros mismos que no sabíamos. Creo que en las relaciones que nunca llegan a ser son importantes la imaginación y la fantasía, los elementos digamos más pegados a la ficción, y que aquello que imaginamos y no se cumple ni se concreta puede quedarse clavado como una espina.

­—Precisamente, esta es una historia que deja muchos cabos sueltos. ¿Qué sucede con todas esas cosas, con todas esas tramas, que nunca se cierran?

—Si me preguntas por la literatura, supongo que el lector se queda masticando lo que acaba de leer, los puntos de indeterminación que el autor ha dejado para que los rellene con su propia imaginación, con su propia comprensión de la historia. En la vida real y en las relaciones es un fastidio enorme que no nos den explicaciones. Yo creo que hay que ser valientes e intentar explicar a las personas con las que nos relacionamos aquello que se nos pasa por la cabeza, aunque a veces sea difícil y doloroso. En cualquier relación que entrañe afectos un poco complejos tendemos a suponer, elucubrar, imaginar, sobre todo, si la otra persona es incapaz de expresar sus sentimientos o darnos información que necesitamos. Y eso duele.

—¿De qué manera se han complicado las relaciones con el avance de la sociedad? Nada tiene que ver a cómo se concebían hace 40, 50 años. ¿Cuánto tiene que ver en esto el cambio en la manera de relacionarnos?

—Supongo que ahora tenemos más libertad para elegir con quién queremos estar y no se espera de una persona que tenga una única relación ni es inconcebible que las parejas rompan o los matrimonios se divorcien, y eso complejiza todo. La socióloga Eva Illouz escribe mucho sobre esto, sobre cómo la cantidad ingente de «oferta» nos puede llevar a ir de cuerpo en cuerpo sin detenernos realmente a conocer a nuestras posibles parejas, pero yo creo que más allá de esto, que puede ser terrible si no es lo que las personas quieren, ahora nos relacionamos de manera más desahogada y eso no es malo.

—¿Cuánta distancia hay entre las cosas que mostramos, que exteriorizamos, y «las cosas que moran bajo la superficie»? 

—Una de las ideas clave de la novela era explorar esas cosas que no se dicen y esos silencios que entretejen las relaciones y que se sobreentienden. Creo que lo curioso de la relación principal de la novela es que está compuesta por dos personajes que se dan cuenta de que han entablado una relación muy íntima precisamente porque no necesitan decirse demasiadas cosas para entenderse.

—«No se siente apta para el momento vital que le toca». ¿Sufrimos fatiga generacional ante determinadas expectativas? ¿Por qué estamos tan agotados, tan apáticos, por qué tanta gente se siente incapaz, impostor? ¿Por qué tantos prefieren ser espectadores que actores en esta vida?

—Yo creo que la fatiga generacional está a la orden del día, pero viene más por la precariedad que por las expectativas, o más bien, por no poder cumplir ciertas expectativas a raíz de esa precariedad. Creo que el agotamiento es normal en una sociedad en la que se nos empuja a la hiperproductividad, en la que el trabajo se ha convertido en la cosa a la que más tiempo dedicamos y el descanso, el ocio, la tranquilidad han quedado relegados a un decimocuarto plano. Creo que es normal que a mucha gente no le queden fuerzas ni energía para ser lo que llamamos ahora en internet de manera un poco jocosa main character.